A todos los miembros de la Familia Vicenciana
Queridos Hermanos y Hermanas,
¡Que la gracia y la paz de Nuestro Señor Jesucristo llenen sus corazones ahora y siempre!
“Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lucas 1, 78-79).
Tinieblas y luz, noche y día, desesperación y esperanza, muerte y vida, infierno y paraíso son imágenes que, con frecuencia, vienen a la mente en nuestra meditación y oración durante este tiempo de Adviento que, de nuevo, tenemos el privilegio de vivir. Estas imágenes contrastadas están siempre presentes y nos rodean en este mundo en que vivimos. Un día, el profeta Habacuc exclamó: “¿Por qué me haces ver la iniquidad mientras tu miras la opresión? Ante mi hay saqueo y violencia, se suscitan querellas y discordias” (Ha 1,3). Cuando oí la proclamación de este texto durante la Eucaristía dominical hace algunas semanas, me impresionó su actualidad: hoy, seguimos rodeados de la misma violencia y de las mismas destrucciones, ya sean de origen natural o humano.
¡Hay tantas vidas humanas destruidas por las catástrofes naturales! Pienso en la epidemia de cólera, en Haití; cientos de personas que habían sobrevivido al terremoto han muerto por causa de esta epidemia; otras continúan sufriendo, no terminan de atravesar un verdadero infierno. En Pakistán, cientos de miles de personas han desaparecido recientemente por los tifones que han afectado las regiones asiáticas; ¿cuántas personas han perdido la vida, la salud, su casa? Entre las catástrofes de origen humano, pensemos en la violencia que se vive en la frontera entre México y los Estados Unidos en la que, desde 2006, han sido asesinadas por conflictos relacionados con la droga más de 30.000 personas. ¡Tanta violencia ante nuestros ojos! El Adviento es un tiempo para transformar las tinieblas en luz, el infierno en paraíso, la desesperación en la esperanza de que una vida digna puede ser un objetivo realizable.
Este año he titulado mi reflexión: “Navidad: el relato de una vida sin fronteras”. Cuando recorremos los diferentes pasajes de la Escritura que la Iglesia nos ofrece para nuestra reflexión durante este tiempo de Adviento, encontramos el tema de un Dios que es para todos; un Dios de todas las naciones. En cierto sentido es irónico,
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porque Jesús cuando nació en este mundo, nació en un rincón, en un lugar donde nadie quería vivir: en un refugio para los animales. Y sin embargo, el contraste viene del hecho de que, aunque nació en este lugar de supervivencia, es para todos nosotros el Dios de la vida, un Dios que no conoce fronteras, un Dios que vino entre nosotros para derribar las fronteras que impiden a los hombres hacerse cercanos unos de otros, ya vengan de otro país, como la frontera entre los Samaritanos y los Judíos o porque las gentes acomodadas o instruidas no se mezclan nunca con los que son considerados como los parias de la sociedad. Jesús vino a derribar esta frontera de todos los supuestamente indeseables: leprosos, mendigos, ciegos, inválidos.
Jesús, por su nacimiento en la pobreza, con palabras y con hechos, llena la vida de las personas de riqueza, de paz, de bondad, de salud, de reconciliación y de curación, conduciéndolas de las tinieblas a la luz, de la desesperación a la esperanza, de la muerte a una vida nueva. El pasado mes de agosto, tuve ocasión de visitar el Proyecto Juan Diego, un servicio de las Hijas de la Caridad en la frontera entre los Estados Unidos y México. Esta visita me permitió descubrir el don de una vida nueva, la posibilidad de un verdadero nacimiento que recibimos en Navidad. Las Hijas de la Caridad han formado al personal laico y a voluntarios, constituyendo así una comunidad dinámica. Reúnen a las personas que han vivido en las tinieblas, que han conocido el tormento de la desesperación y les dan la luz y la esperanza de una vida nueva. Lo viví personalmente al visitar a algunas personas cuya vida se había transformado gracias al Proyecto Juan Diego. Son personas que han establecido contacto con los voluntarios, el personal y las Hermanas, éstos han entrado en sus vidas y les han ofrecido la oportunidad de llevar una vida nueva.
Lo comprendí gracias al testimonio de un hombre de mi edad que literalmente se había aislado del mundo, viviendo confinado en su pequeña habitación, rehusando salir al patio para relacionarse con las demás personas que podían pasar cerca de su casa. Después de un acompañamiento y de una presencia llena de amabilidad pero también de firmeza, este hombre terminó por descubrir quién era realmente. Desde que tuvo la oportunidad de vivir por primera vez en su vida, vive con el entusiasmo y el deseo de salir de los confines de su casa para encontrarse con los demás y animarles a llevar una vida con un estilo nuevo, como él mismo ha descubierto. El testimonio de este hombre no es más que un ejemplo de los numerosos relatos de personas que han recibido una vida nueva, una vez que han sido capaces de superar los límites que ellos mismos se habían impuesto. Han acabado por reconocer que Dios es el don de la vida para cada uno de nosotros y para todos los hombres. Este don ha sido depositado en nosotros y forma parte integrante del significado de la Navidad : el don del mismo Dios, Jesús encarnado que entra en nuestras vidas y nos ayuda a descubrir nuestros propios dones, nos anima y nos lleva a superarnos para ofrecer este don, para ayudar a los demás a descubrirlo en ellos mismos.
No lejos de este barrio en el que las Hijas de la Caridad son un signo de vida nueva y comparten esta vida con los demás, hay otro grupo de Hijas de la Caridad que son también fuente de vida, pero de una manera muy diferente. Podrían ustedes decir que viven el infierno. Esta Comunidad de Hijas de la Caridad, vive justamente al otro
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lado de la frontera, en una ciudad devastada por la violencia y la destrucción causada por la droga, la pobreza, la avaricia y la ignorancia. Las Hermanas pasaron la frontera para reunirse con las Hijas de la Caridad del Proyecto Juan Diego cuando celebramos juntos la Eucaristía, cumbre de nuestra vida, fuente de nuestra fuerza y verdadera experiencia del don que Dios hace de sí mismo entre nosotros.
Al hablar con las Hermanas que viven en el lado mexicano de la frontera, y al escuchar los relatos de horror y sufrimiento diarios que ellas me contaban, en medio del sufrimiento y de la violencia que viven, me ha impresionado el contraste de la presencia de las Hermanas de un lado de la frontera y del otro. Y sin embargo, aunque se pudiera considerar una como el paraíso y la otra como el infierno, su presencia, signo de gracia de Dios entre estos pobres, hace posible una esperanza y una vida nueva.
En estas dos experiencias percibo claramente lo que Dios nos dice en el cántico de Zacarías: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lucas 1, 78-79). Esta entrañable misericordia, este amor del corazón de nuestro Dios es el don del mismo Jesús, el sol que nace de lo alto nos ha visitado, es este don de Jesús en su nacimiento en Belén, el que por su vida, muerte y resurrección continúa iluminando a los que viven en las tinieblas, la desesperación, la muerte y el infierno. Y por sus instrumentos de amor, son conducidos por el camino de la paz.
Hermanos y Hermanas, como miembros de la Familia Vicenciana, en este tiempo de Adviento, estamos llamados a estar cerca de los que llamamos nuestros Amos y Señores cuando viven en situaciones de tinieblas y desesperación, y a ser para ellos instrumentos de esperanza y de vida. Juntos, como Familia Vicenciana y con nuestros Amos y Señores, estamos llamados a ser constructores de solidaridad que tiene por cimientos el amor y no constructores de muros que dividen a la humanidad. Estamos llamados a vivir la vida de Jesús, esta vida que llegó hasta nosotros el día en que nació. El nos invita a ir más allá de los muros, más allá de los límites, más allá de las fronteras que a menudo nosotros mismos hemos construido o que han sido construidas por la sociedad en la que vivimos. Con frecuencia, se trata de tradiciones aprendidas o de prejuicios que, simplemente, hemos adoptado.
Quisiera compartirles una oración que he encontrado en una celebración, compuesta por la Comisión de la Unión de los Superiores Mayores para la Justicia, la Paz y la Integridad de la Creación, para celebrar el día Mundial de Rechazo a la Miseria y para la erradicación de la pobreza. Esta oración, titulada Bienaventuranzas para el compromiso social, ha sido adaptada a nuestra situación como Familia Vicenciana.
Felices los que permanecen disponibles y comparten sencillamente lo que poseen.
Felices los que lloran por la ausencia de felicidad a su alrededor y en el mundo.
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Felices los que optan por la dulzura y el diálogo aun cuando esto parezca largo y difícil.
Felices los que saben encontrar nuevas formas de dar su tiempo, de compartir su ternura y de sembrar esperanza.
Felices los que escuchan con el corazón para descubrir que los otros son un regalo.
Felices los que prueban a dar el primer paso, el que es necesario para construir la paz con los hermanos y hermanas del mundo.
Felices los que conservan sus corazones abiertos a la admiración, a la acogida y al cuestionamiento.
Felices los que toman en serio su fe en el Cristo encarnado.
Les pido que, durante este tiempo de Adviento, mediten esta oración personalmente y con las personas que comparten su vida. En nuestra vida, tenemos numerosas experiencias de una vida sin fronteras. Son experiencias del relato de Navidad, experiencias de la presencia de Jesús entre nosotros. Que nuestro propio testimonio en el mundo sea un signo que ayude a las personas a salir de la noche e ir hacia el día, a alejarse de sus tinieblas para entrar en una luz nueva, a salir de la desesperación y a llenarlas de esperanza, a hacerlas pasar de la muerte a una vida nueva, a sacarlas del infierno para conducirlas al paraíso. Podemos hacerlo si de verdad vivimos del don de Cristo encarnado, el don de su vida, el don de su amor, el don de su paz. Podemos actuar así, no sólo con las personas cercanas, sino también con aquellas de las que todavía estamos lejos.
Su hermano en San Vicente,
G. Gregory Gay, C.M.
Superior general
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